Para todos los gustos

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Los libros leídos y los no leídos, los que uno intentó leer y tuvo que rendirse, los que quisiera haber leído, los que dice haber leído, los que leyó y no recuerda nada, los que le da vergüenza haber disfrutado, los que le da más vergüenza todavía no haber disfrutado, los que le acompañaron una sola tarde de lectura perfecta y luego no ha recobrado, los que tiene sobre la mesilla y ha empezado varias veces y nunca llega a traspasar, los que está siempre prometiéndose que leerá en cuanto tenga un poco más de tiempo… Hay un libro para cada momento, para cada edad de la vida, para cada estado de ánimo, para cada noche y cada viaje; ninguno de ellos es obligatorio. Hay tantas obras maestras que no pasa nada si uno no ha leído cualquiera de ellas, porque seguro que hay otra que le gusta mucho, y que le cuesta menos trabajo, o le despierta una emoción mucho más inmediata, y la emoción siempre tiene un efecto de claridad. Leer no es una actitud pasiva, como mirar un televisor pulsando con desgana el mando a distancia; leer no es ir picoteando esta página web o esta otra, o zapeando. Leer es una tarea sustantiva, una destreza que cuesta mucho adquirir, aunque de mayores ya no lo recordemos; leer es participar activamente en un acto creativo, no ser sus testigo dócil y asombrado. Todo aprendizaje es gradual. Toda forma de felicidad requiere esfuerzo, empeño, afinidad, entrega. Hay obras maestras largas y difíciles que requieren mucho tiempo, como escaladas laboriosas para las que es preciso entrenarse, y otras que son como caminatas apacibles por una llanura, y las unas no son superiores a las otras. Ulises es una gran novela, pero también es una novela muy difícil, que se va abriendo despacio, que tiene zonas de hermetismo y otras de jubilosa claridad. Madame Bovary o La dama del perrito o El gran Gatsby o Lolita o Fortunata y Jacinta o Los Maia, de Eça de Queiroz, son obras maestras de una perfecta transparencia. A veces, una gran novela tiene páginas de oscuridad innecesaria: a mi juicio, en parte, una de las que más me gustan,  The Sound and the Fury, de William Faulkner. Lo único que nos pide el libro, lo mismo el inmediatamente accesible que el más complicado, es una atención extrema, no dividida, sostenida durante unos minutos o durante unas horas, pero siempre absoluta, una actitud de escucha alerta, como la de un médico que ausculta a un enfermo o un científico inclinado sobre el microscopio.

Y luego hay otro factor, que con frecuencia se olvida: las traducciones. Una mala traducción puede volver impenetrable un gran libro. Durante mucho tiempo les pasó eso en español a las novelas de Saul Bellow, que escribe en un inglés muy plástico pero muy chocante, de subidas y bajadas, de contrastes entre la elucubración filosófica y el lenguaje de la calle. ¿Y qué sabemos de los rusos, si hasta hace no muchos años los leíamos traducidos no del ruso, sino de traducciones francesas, o incluso italianas?

No hay que tener miedo a ningún libro. Tampoco hay que tenerle reverencia. Si eres sincero contigo mismo, si pones esfuerzo y vocación, tú eres el único juez de tus lecturas. La literatura es el reino de la libertad personal. Tienes perfecto derecho a que no te guste lo que celebra todo el mundo. También lo tienes a disfrutar con lo que todo el mundo disfruta. Que algo tenga muy pocos lectores no quiere decir que sea malo. Que tenga muchos, tampoco. Quizás empezaste el libro en un momento de tu vida en el que por algún motivo no te tocaba todavía leerlo. El libro puede esperar. Te encontrarás con él dentro de unos meses, o de unos años, o nunca. Pero seguro que te encontrarás con otro que le sea equivalente. Nadie tiene motivo para  la pedantería. Nadie lo tiene tampoco para el sentimiento de inferioridad. En dos libros de no más de cien páginas cada uno Juan Rulfo tuvo sitio para contar un mundo. Proust necesitó tres mil páginas para contar otro. Te pueden gustar los dos, o uno sí y el otro no, o ninguno. Seguro que hay otro escritor de primera fila que te apasiona. De primera fila o de segunda. La primera fila y la segunda cambian extraordinariamente a lo largo del tiempo. Josep Pla o Manuel Chaves Nogales eran escritores de periódico y ahora están más vivos que la mayor parte de los novelistas de su época.

Dos de las mejores novelas que conozco, Mrs. Dalloway y To the Lighthouse, de Virginia Woolf,  las he leído estos últimos años, y se me supone una condición de lector especializado. Hace sólo dos años que leí Under the Volcano , de Malcolm Lowry. Me gusta más la película de El tambor de hojalata que la novela de Günter Grass. He empezado varias veces sin éxito Los hermanos Karamazov. Por mucho que lo intenté nunca pasé de las primeras páginas de Volverás a Región , de Juan Benet. Nunca he leído entero un libro que no me gustara mucho. Y mi desconocimiento de la filosofía es casi tan amplio como la filosofía misma. En cuanto un autor se interna en cierto grado de abstracción ya me ha perdido.

Cualquier lector medio, con vocación y cierta entrega, está capacitado para disfrutar y juzgar cualquier libro:y sobre todo para distinguir aquellos que se corresponden con su sensibilidad, con las circunstancias singulares de su carácter y su vida. En cuanto a los presuntos expertos, Nietzsche los definió mejor que nadie:

Enturbian el agua para que parezca profunda”.